Nuestro profe Miguel A, nos deja ver su cara más literaria (la creativa ya la
conocíamos de hace tiempo).
La gallina robada (Cuento de
Navidad) Enrique Vila-Matas (1995) Adapt.
Primaria Miguel Á. Ortiz. CEIP “Vicente Aleixandre” (Aranjuez).
“La publicidad de El corte Inglés, La misa del Gallo, los polvorones,
las indigestiones y los langostinos del barco de Pescanova. En resumen: mi vida
debe orientarse a comer, y comprar” eso decía Salvador Dalí, un famoso pintor,
el día de Navidad de un año hoy ya muy lejano. Ese día de Navidad es el primero
del que me acuerdo y es también el que más recuerdo. No por la frase de Dalí
especialmente, sino porque ese día nevó en Aranjuez. El miserable patio de la
casa en la que vivíamos apareció nevado, y yo pensé que aquello era de lo más
normal, que siempre que llegaba el 25 de diciembre nevaba en toda la tierra.
Me acuerdo muy bien de ese día: yo con bufanda dentro de la casa –no
teníamos ni estufas- contemplando maravillado la nieve, mientras a mi lado papá
escuchaba, en la radio, en una emisora extranjera el mensaje navideño del
pintor Dalí. En la cocina mi madre, al oír las frases, comenzó a reír, primero
muy despacio para terminar haciéndolo con tanta desesperación que acabó
llorando de la risa, y sus lágrimas parecían imitar los gruesos copos de nieve
que emblanquecían nuestro triste patio de la periferia arancetana. Yo creo que
lloraba de lo felices pero lo pobres que éramos, porque en esos días en que
Dalí quería orientarse hacia comer y comprar, nosotros éramos pobres de
solemnidad.
A mi padre le habían puesto una multa de una peseta por fumar en los
jardines, y no había podido pagarla, y había pasado un día entero en el
calabozo, hasta que le dejaron marcharse cuando vieron que era pobre de
solemnidad. Ese mismo día, el de esa Nochebuena que iba a preceder a las
palabras de Dalí y la nieve y las lágrimas como copos de mí triste madre,
regresando a casa, tras recorrer kilómetros a pié, mi padre se dijo a sí mismo
que había alcanzado las máximas cimas de la pobreza y que debía robar una
gallina si quería que tuviéramos comida de Navidad.
En un corral de El Cortijo y después de noquear a quien lo descubrió
en plena faena, mi padre robó una gallina y perdió un zapato en la huída. Con
la tristeza que le caracterizaba, nos la enseñó –estrangulada- al llegar a casa
en aquella Nochebuena que nunca olvidaré, porque fui llamado aparte por mi
padre, y yo, seguido por la mirada de extrañeza de mi hermana –“la harapienta”,
como la llamo hoy en día con sorna cuando nos vemos y recordamos lo miserables
que fuimos-, fui a donde estaba mi padre escuchando a Frank Sinatra en la
radio, y allí, era uno de los rincones más fríos de la casa, mi padre en
zapatillas me comunicó que iba a romper mi hucha porque necesitaba mis pesetas
para pagar la factura del agua y del gas. Lloré. Pero no de tristeza, por
perder mi dinero, sino de la emoción que me causó poder ayudar a mi padre.
Aquella Nochebuena fui a dormir con la satisfacción de sentirme
necesario y útil para mi familia, casi el Salvador de las misma. A la mañana
siguiente, mientras el otro Salvador decía por la radio que pensaba orientarse
hacia comer y comprar, vi la nieve y las lágrimas de mi madre y el humeante
caldo de gallina de la cocina y, por unos momentos, sentí que el mundo era
perfecto, estaba muy bien hecho, porque le daba oportunidades a un niño pobre
como yo de ayudar a los suyos y de hacerse hombre y responsable de repente en
un día de nieve y caldo humeante, en aquella España de gallinas robadas por
familias limpias y pobres como la mía, que vivía sin estufas, pero feliz entre
tantos melones, misas y programas de radio.
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